Fuente: ABC
Fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, fue uno de los personajes más vigorosos e interesantes de la crisis española de los años treinta
En los años de vísperas, cuando en la aspiración a construir una idea de España se mezclaban las actitudes más oportunistas y las conductas más audaces, llegó también el esfuerzo por adaptar el concepto de nación al pensamiento fascista. No vino esta doctrina a nuestro país a través del escuadrismo violento o de los cenáculos enloquecidos del racismo, al estilo de lo sucedido en Italia o Alemania. Apareció, de un modo parecido a como habría de ocurrir en Francia, de la mano de jóvenes intelectuales inconformistas, desasosegados por la decadencia de la nación y la crisis del régimen y también por suafán de articular una nueva cohesión social basada en el fortalecimiento del Estado, la justicia y el rechazo de cuantos habían apostatado de la historia patria.
En febrero de 1931, tiempo de manifiestos y declaraciones, se hizo público el de «La conquista del Estado», pronto convertido en un semanario que se prolongaría, con alguna interrupción, hasta el mes de octubre, tras crearse el primer partido fascista español, las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista. El objetivo de la organización era menos urgente que la llamada a la movilización de una conciencia. «Un grupo compacto de jóvenes españoles se dispone hoy a intervenir en la acción política de un modo intenso y eficaz». Todas y cada una de las primeras palabras del manifiesto resultan altamente significativas.
La memoria de Ramiro Ledesma Ramos quedó oculta tras la figura de José Antonio
La juventud, la coherencia, la españolidad, la acción, la intensidad, la eficacia. Todo suena a una enérgica voluntad de cambiar las cosas, de afirmar una presencia que debe sobreponerse al escaso número de los agrupados. Apenas una docena que, en las semanas siguientes, irá cuarteándose hasta dejar casi a solas a uno de los personajes más vigorosos e interesantes de la crisis española de los años treinta.Ramiro Ledesma Ramos aún no ha cumplido los veintiséis años, y no pasará de los treinta y uno.
Su memoria ha quedado oculta tras la imponente figura de José Antonio Primo de Rivera, del que se separará a comienzos de 1935. Su abandono de la militancia nacionalsindicalista no le evitará ser víctima de una de las masacres del otoño de 1936. Ortega, profesor e interlocutor del joven zamorano, lamentará el crimen: «No han matado a un hombre, han matado una idea». Una de tantos hombres y mujeres, una de tantas esperanzas de España liquidadas en blancas tapias de cementerio, cunetas polvorientas de carretera, ateridos patios de cárcel. Y en el sediento, insaciable campo de batalla de una guerra inicua.
Madurez intelectual
Ledesma llega a su breve aventura política, sin embargo, en plena madurez intelectual. Antes de los diecisiete años ha publicado una novela apreciable, nietzscheana, unamuniana, «El sello de la muerte». Poco después, deja las notas de un sugestivo y largo ensayo sobre «El Quijote y nuestro tiempo». Colabora en «Revista de Occidente» y «La Gaceta Literaria», con reseñas precisas y exigentes sobre el pensamiento científico y filosófico de la Europa de entreguerras.
Lo que mueve a este pequeño grupo es lo que Ledesma llama «nuestra angustia hispana»
Esa disciplina estará siempre presente en su desdén por la logomaquia y la pomposidad verbal, nada infrecuente en determinados patriotismos de circunstancias. En la sobriedad del estilo de Ramiro Ledesma, así y todo, hay sitio para la emoción: la de la justicia social, la de la defensa de un resurgimiento de España, la de la lucha por rescatar una nación a la que quiere imprimir, con una palabra que hay que entender en el contexto de su época, la ambición imperial. Lo cual significa la conciencia de una empresa común y la aspiración a un lugar en los debates universales, en los que España aporte la fuerza de su historia y el perfil de una identidad fabricada a lo largo de siglos de afirmación nacional.
Instante decisivo
«Todo español que no consiga situarse con la debida grandeza ante los hechos que se avecinan, está obligado a desalojar las primeras líneas y permitir que las ocupen las falanges animosas y firmes». De eso se trataba, precisamente: de la percepción del instante decisivo que requería la lucha, del compromiso de quienes, por su juventud, parecían más predispuestos a arriesgarse y aprovechar una etapa de oportunidades últimas. Lo que mueve a ese pequeño grupo, que ni siquiera ha formado un partido, y mucho menos una escuadra de violencia callejera, es lo que el propio Ledesma llamará, semanas más tarde, «nuestra angustia hispana». Esto es, «advertir cómo España -el Estado y el pueblo españoles- vive desde hace casi tres siglos en perpetua fuga de sí misma, (…) en una autonegación suicida de tal gravedad, que la sitúa en las lindes mismas de la descomposición histórica. Hemos perdido así el pulso universal».
La superación del Estado liberal, la organización sindical de la economía, la exaltación de la universidad y la revitalización de la vida comarcal, acompañan al principal de los valores enarbolados: la afirmación nacional: «Nos hacemos responsables de la Historia de España. Nada puede hacer un pueblo sin una previa y radical exaltación de sí mismo como excelencia histórica». Ledesma y sus compañeros se dirigieron a los anarcosindicalistas, en quienes veían la energía justiciera de unos trabajadores extraños alinternacionalismo marxista.
Las dos Españas
Solicitaron el apoyo de loshombres del 98 y del 14, que los desdeñaron, identificándolos con las formas más groseras del fascismo mussoliniano. Buscaron inútilmente la complicidad de una derecha abúlica, a la que exigían un compromiso con la patria y la justicia que los conservadores esquivaron. Se arrojaron entonces por los caminos que las propias circunstancias iban a fijar: los del enfrentamiento, los de las dos Españas, el de la aniquilación del adversario. En las palabras inaugurales de Ledesma, no obstante, sonaba, como tantas veces ocurriría en aquella hora la sensata ilusión por la regeneración y la salvación de España, a uno y otro lado de la barrera de sangre, polvo, rencor y olvido, que lanzaría a la nación a su tragedia