El 24 de julio de 1936, uno de nuestros Fundadores, Onésimo Redondo Ortega… fue fusilado por milicianos de la FAI. Así lo recoge «Historia de la Cruzada Española»:

“Luego (Onésimo) se prepara para acudir de nuevo al frente. Se le advirtió que fuera prevenido y con buena escolta, porque en la carretera podía haber peligro. Pero despreció el prudente consejo. Le acompañaban su hermano Andrés, dos amigos, don Jesús Salcedo y don Eduardo Martin Alonso Calero y un falangista de su escolta, Agustín Sastre, campesino del pueblo de Mojados. Ocupaban un coche Ford, que, conducido por Alonso Calero, se lanzó por la llanura castellana a una velocidad de vértigo. Quería Onésimo llegar aquella misma tarde a la batalla, que sabía se estaba librando con encarnizamiento.

Onésimo Redondo

Salieron a las doce y media del día. En los pueblos, bajo el sol tórrido, los vecinos le saludaban brazo en alto. Era Castilla que le decía adiós por última vez. El viaje careció de anécdotas hasta que dieron vista al pueblo de Labajos, en los límites de Segovia y de Ávila, perteneciente a la primera de dichas provincias y a su partido judicial de Santa María de Nieva. Su misérrimo caserío -casas de adobe y de piedras- se alza en una dilatada llanura a un lado y otro de la carretera de Madrid a La Coruña. Cuando el Ford de Onésimo se acerca a su Plaza Mayor, se ve que en ella hay un camión parado y que a unos metros de él un par de fusileros preparan sus armas para cerrarles el paso. Sobre el camión hay otros veinte hombres armados, que llevan a los cuellos, y anudados sobre la cabeza, pañuelos rojinegros. Un banderín de estos mismos colores desfallece en brisa que lo mueve en el baquet. A un lado del camión y conversando con unos lugareños se ve a un teniente del Ejército.

Onésimo y los que le acompañan juzgan que se trata de camaradas de Falange. La identidad de los colores de su gallardete e insignias con los suyos propios contribuye a obstinarlos en su error. Por otra parte, no se les ocurre pensar que un destacamento enemigo haya podido llegar tan a retaguardia, en plena línea de comunicaciones de la columna combatiente, con sus bases de Ávila y Valladolid. Con toda confianza el coche para ante los dos centinelas que se acercan a reconocerle; Andrés Redondo echa pie a tierra para saludarles:

-¡Arriba España, camaradas! Viene con nosotros el jefe provincial de Falange de Valladolid. Llevamos mucha prisa. Ya para entonces los hombres del camión se han apeado precipitadamente y el teniente se adelanta pistola en mano. También los compañeros de Onésimo dejan su coche. En aquel momento el teniente se vuelve a sus hombres y grita:

-Son fascistas ¡Fuego!

El terrible episodio se desarrolló con la rapidez de un relámpago. Martin Alonso Calero había vuelto al baquet y trataba de poner en marcha el coche, cuando resonó la descarga. Andrés Redondo y Salcedo se hallaban en aquel momento uno en cada lado del coche. Andrés le gritó a su hermano:

-Échate, que tiran …

Onésimo, de un salto, quiso dejar su asiento, pero en el mismo estribo una bala le hirió una rodilla y cayó a tierra.

Sus acompañantes, imposibilitados de defenderse, procuraron ponerse a salvo. La patrulla agresora, que se componía de milicianos de la F.A.I. y que por eso llevaban el banderín y los pañuelos roji-negros -los colores de esa siniestra asociación- disparó de nuevo y esta vez las balas acribillaron al héroe castellano, que yacía inerme en la carretera. A pocos pasos de él cayó también muerto el falangista de su escolta Agustin Sastre, el campesino de Mojados.

Los tres supervivientes corrían en distintas direcciones perseguidos por las balas. Salcedo y Calero doblaron una calle hasta encontrar el resguardo de una tapia que les permitió llegar a un campo de trigo, en el que se ocultaron. Andrés Redondo siguió la dirección contraria.

Al cabo de un rato los escondidos en los trigos echaron a correr, pero a poco, Calero volvió a tenderse en tierra porque el calor sofocante y la emoción le imposibilitaron de todo esfuerzo. En esta posición oyó los pasos de los milicianos y que uno decía:

-¡Ahí va uno de la camisa azul!

¡Es el que falta!

Después de una verdadera odisea Salcedo llegó a un pueblo, donde intentaron fusilarle porque le creían un miliciano rojo, pero reconocido por el alcalde, que era falangista, lo alojó en su casa”.