La constante violencia antifascista
Vienen pegando fuerte, literalmente; señalándose con una orgullosa agresividad gestual, verbal… y física.
Así, a primeros de mayo, el joven francés Luigi Guardiera, residente en el cantón de Masseube (Midi-Pyrénées), fue golpeado por una banda de diez “antifascistas” a la salida de una discoteca en Tarbes. Murió a los pocos días. Su delito: ser militante del Front National.
También se mueven entre nosotros: aquí, en España. En la madrugada del viernes 10 de junio, fueron detenidos cuatro “antifascistas” tras agredir a dos jóvenes, quienes portaban unas camisetas “provocadoras”. Y no parece que se trate de un episodio ocasional; respondiendo, más bien, a una auténtica dinámica totalitaria sostenida en el tiempo y alimentada por un discurso ideológico cargado de odio, que en ocasiones alcanza unos niveles de auténtica histeria colectiva de ribetes paranoicos.
Hagamos un poco de memoria: además de los antes mencionados, recuérdense los numerosos episodios de kale borroka en Barcelona desde hace años, agresiones en Madrid a viandantes que portaban bordada en la manga una bandera española, ataques a jóvenes promotoras de la Selección Española también en Barcelona, etc.
Se muestran furiosos, agresivos, justicieros. ¿Quiénes son?, ¿qué quieren?, ¿cuál es su ideología?, ¿La tienen?
Una primera observación: aparentemente son muchos. Están organizados. No se ocultan; todo lo contrario. Alardean de su fuerza y se refuerzan con una marcada estética. Se jactan de controlar las calles. No admiten otras presencias. Excomulgan y excluyen sin piedad. Están envalentonados. Creen que no tienen límites. El futuro les pertenece…
Antifascistas en Pamplona
Uno de tantos grupos encadenados a tal dinámica, por ejemplo, es la Iruñerriko asanblada antifaxista (“Asamblea antifascista de Pamplona”). En los medios digitales, en los que se también mueven, proponen al visitante ocasional o habitual, entre otras iniciativas: “denuncia cualquier actividad fascista en… (un correo electrónico)”. Y ponen ejemplos. Así, semanas atrás subieron un vídeo en el que, acompasado por la agresiva músicaOi!, unos sujetos arrancan y queman pegatinas con la leyenda “Stop feminazis” sobre una señal octogonal roja. Al parecer, para tan preclaros “vigilantes” sociales, tales pegatinas serían un fruto horripilante del “fascismo que avanza”. En verdad, un verdadero delirio.
El grupito de padres maltratados por la justicia, autor de esa “pegatinada”, no es una entidad organizada. Tampoco forman parte de ningún partido político; ni siquiera comparten una única corriente ideológica. Entre ellos hay derechistas, socialistas desencantados, ¡libertarios…! y predominan los apolíticos. Pero, a juicio de estos antifascistas, tales activistas, movilizados con motivo del “día del padre”, serían ¡peligrosos fascistas!
Pero, estos “antifas”, ¿han hablado con ellos en algún momento?, ¿conocen sus reivindicaciones?, ¿saben de sus problemas con las rutinas y mecanismos de la justicia?, ¿les interesa saber de las contradicciones de un sistema viciado? Se sorprenderían, tal vez, al enterarse que únicamente reclaman igualdad ante la ley. Un valor, un tanto, ¿izquierdista?, ¿progresista tal vez?
El pasado 22 de marzo, a escala planetaria, se sucedieron numerosas manifestaciones, de variadísimo calado y entidad, dirigidas, según sus variados promotores, “contra el fascismo y el racismo”.
En España, a causa de los incidentes de orden público generados en otras movilizaciones anteriores y posteriores a esta fecha, tales acciones pasaron un tanto desapercibidas; siendo medios digitales y de “contra-información” los que dieron cuenta de ello.
Pero, ¿tiene sentido manifestarse hoy día contra el fascismo?, ¿acaso quedan fascistas? De existir, ¿son peligrosos? ¿Más que los propios antifascistas?
Orígenes y desarrollo del antifascismo
El antifascismo nació en los años veinte del siglo pasado desde las izquierdas revolucionarias (socialistas, comunistas, anarquistas), supuestamente para responder a los diversos fenómenos nacionales -encajados en la categoría imprecisa y multiforme de los fascismos- que arraigaron en buena parte de Europa (y que contaron con no pocos seguidores extra-continentales), a partir del triunfo de Benito Mussolini en Italia.
Casi inmediatamente, el antifascismo terminó de configurarse como una elaborada táctica, edificada con aliados ocasionales, conocidos como “tontos útiles”, en aras de la estrategia revolucionaria comunista global diseñada en Moscú: no en vano, existía una utopía supuestamente en marcha, en Rusia, y parecía posible “asaltar los cielos” en todas partes. Concebido el fascismo como el “estadio superior del capitalismo”, se entendía imprescindible derrotarlo previamente en aras de la conquista del poder y la posterior edificación de una sociedad socialista. Además, los fascismos eran la más directa competencia en su pretensión de encuadrar a las masas populares. Radicales de izquierdas y fascistas competían a muerte.
En la Segunda Guerra Mundial, el antifascismo acogió como aliado ocasional a las democracias de corte burgués (pero, ¿no eran el “caldo de cultivo del fascismo”?). A su término, el antifascismo continuó siendo enarbolado como bandera táctica; bien para movilizar al pueblo chino contra el Kuomintang (tras la derrota de los colonialistas japoneses), bien para imponer gobiernos de Frente Nacional en Europa Oriental como paso previo a la instauración de las tristes y policíacas “democracias populares”, etc. etc.
A lo largo de las últimas décadas del pasado siglo, el antifascismo sería de nuevo instrumentalizado, pero en otras direcciones distintas al inicial; marcadas desde los órganos de Dirección del “socialismo real”: objetivos militares y económicos fijados por el Pacto de Varsovia y Pekín, la lucha anticolonial y antiamericana (Corea, Vietnam, Cuba, numerosísimas guerrillas a lo largo y ancho de todo el globo), el anti-sionismo, enfrentándose a las dictaduras militares instaladas en América Hispana y otros lugares del mundo, etc.
Nuevas modalidades de antifascismo, pues; pero siempre al servicio de una estrategia global que pretendía alcanzar el poder estatal convulsionando previamente países concretos.
Caído el Muro de Berlín, y desnaturalizado el de Bambú, la utopía comunista permanece -lejos de pedir perdón por los genocidios e incontables crímenes perpetrados- como proyecto utópico de unas minorías derrotadas por la Historia y marginadas de los procesos de gestión del poder real a escala mundial. No obstante, algunos le echan no poca imaginación: efectivamente, nos referimos a Pablo Iglesias y Podemos.
Antifascistas de nuevo
Con todo, no pocos grupos juveniles en Europa, pero también en otras latitudes, se siguen movilizándose bajo la bandera del antifascismo, al que añaden, como no podía ser de otra manera en su intento de “actualización”, el antirracismo, el feminismo, el ecologismo, etc. Esos movimientos, en gran medida, lo son de convicciones libertarias; si bien comparten barricadas con comunistas irredentos (nostálgicos de Stalin, Mao, Sendero Luminoso), tribus urbanas de lo más variopinto, ecologistas, ultrafeministas supremacistas, animalistas, etc.
En un corto -pero muy rentable- alarde de imaginación, los modernos “antifas” también meten en el “saco” del fascismo a los nuevos populismos que vienen ganando amplios sectores sociales por toda Europa (salvo, significativamente, en España). Existe, pues, un cierto paralelismo con las experiencias de los años veinte y treinta del siglo pasado: así, muchos votantes populistas son antiguos comunistas; desplazados a unas posturas tan novedosas como poco perfiladas que apelan a la identidad, la solidaridad, la comunidad, la nación, el Estado del Bienestar, el miedo a agresivas culturas extrañas, etc.
En las movilizaciones antifascistas ya no planea la utopía de un modelo comunista en marcha (la Venezuela de Maduro no parece que genere muchos entusiasmos…): ni la URSS, ni China, ni ningún otro espacio territorial, ni ninguna “internacional” encarna las ansias revolucionarias de estos nuevos campeones de la libertad. Pese a ello, persisten en señalar a “sus” enemigos: los fascistas. Pero no se observa excesivo rigor intelectual en ello, ni debate previo, ni voluntad alguna de diálogo con “los otros”.
Un ejemplo ilustrador. En los carteles anunciadores, en Pamplona, de las movilizaciones del 22 de marzo de 2015, presentaban como peligrosos centros fascistas diversas siglas locales; cada una de ellas en su correspondiente cubo de basura. A saber: UPN (sus escuadras negras son temibles, ciertamente), el MSR (¿acaso existe?), Navarra Resiste (una combativa web navarrista) y SAIN (un partido de izquierdas, pero contrario al aborto, amigo de los papas; vamos unos fascistas que aterrorizarían a Himmler y Röhm). En suma: “fascistas” serían todos aquéllos que no gustan a los propios “antifascistas”. Por el motivo que sea. Reales o imaginarios. Con poder real o sin él.
Pero, semejante potestad totalitaria, tamaña actitud discriminatoria, no es un tanto… ¿fascista?
Por otra parte, si fascista puede llegar a ser cualquiera (por no asumir de una u otra forma, objetiva o subjetivamente el “proyecto revolucionario” -¿cuál?, ¿dónde?, ¿cómo?- de tan tremendos antifascistas), entonces… si fascismo es todo: ¡fascismo no es nada! No en vano, si un concepto sirve para etiquetar cualquier categoría de manera indiscriminada, realmente no esclarece nada. Pero –aquí radica su poder real- esta técnica puede marcar las condiciones del debate sociocultural, criminalizando, además, a quienes son percibidos como rivales.
Estrictamente hablando, ser antifascista es tanto como no ser nada. Por ello, si algo caracteriza a tan fieros antifascistas es la pereza mental y su incapacidad para entender lo que realmente sucede.
Muletas del sistema
Nuestro mundo globalizado está dirigido por unas estrechas oligarquías que controlan los Estados, los medios de comunicación, los grandes intereses financieros y multinacionales; siendo su principal motor el lucro y el ejercicio del poder. Y siempre por encima del pueblo. Si los antifascistas fueran verdaderos sujetos revolucionarios, tejerían una nueva internacional dirigida contra esas oligarquías que secuestran las democracias, expolian a los pueblos, uniformizan las costumbres y el pensamiento, alienan los espíritus… bajo los dictados del poder establecido, del “sistema”. En este contexto de lo políticamente correcto radical-progresista, del individualismo extremo, de la desvinculación, de la des-responsabilidad generalizada ante el futuro de los pueblos y de los humildes, los antifascistas juegan un triste papel: el de “guardia de la porra” del sistema; señalando presuntos enemigos y desviando fuerzas de los combates reales.
Chantal Delsol en su libro Populismos. Una defensa de los indefendible (Ariel, Planeta, Barcelona, 2015) explica lo anterior muy bien. Si algún “antifa” quiere leerlo, adelante. Le prestaría mi ejemplar. Pero, por favor, con devolución.
¿Recuerdan? Ayer, los “moderados” del PNV decían que los de ETA eran unos chicos malos, pero, en suma, “de los suyos”. Y hoy, los “budas” de lo políticamente correcto pueden sentirse bien contentos con sus antifascistas: un poco trastos, pero son “sus” chicos. Un poquito radicales, y hippies, y porretas, y violentos. “Quien de joven no es comunista, es que no tiene corazón”, se repite acríticamente. Si bien se olvida que la frase completa, atribuida a Willy Brandt, termina afirmando “Quien de viejo es comunista, es que no tiene cabeza”.
No en vano, buena parte de las pretensiones subjetivas de la utopía libertaria y comunista se ha alcanzado en el universalismo individualista del consumismo imperante, de la afirmación libérrima del ego hasta la irracionalidad, de la satisfacción inmediata e irresponsable de las necesidades –reales o supuestas- personales. Paradojas actuales. El mundo de la globalización y del universalismo socialdemócrata ha colmado buena parte de las pretensiones más extremas de la utopía anarco-comunista.
De este modo, quienes enarbolan todavía hoy, y con tal violencia, las viejas banderas del antifascismo, ejecutan el trabajo sucio de las oligarquías reales; despejando “el camino del progreso” de cualquier supuesto disidente. Por todo ello, conscientes o inconscientes, los antifascistas se comportan como unos auténticos mamporreros del sistema.
Antifascismo: ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!