Una nave industrial en pleno centro de Inglaterra, del tamaño de diez campos de fútbol. Jornadas de diez horas y media, con treinta minutos – que no se pagan – para un almuerzo que se consume a las seis de la tarde en pleno centro de Inglaterra. Inmigrantes llegados del Este de Europa trabajando a destajo, mientras los guardias de seguridad se cercioran de que nadie entre con móviles en la nave. Interminables colas para entrar o salir de la cantina que reducen los treinta minutos de pitanza a apenas diez.
Prohibidas las gafas de sol, que podrían ocultar unos ojos resacosos tras una noche de bebida, con la consiguiente merma productiva. “Tus ojos te delatan”.
Todos los empleados portan un dispositivo de mano que registra cada uno de sus movimientos. Un gerente se ocupa de que la actividad no disminuya. Cada día recorren unos 16 kilómetros, según marca el podómetro. Dieciséis kilómetros sin apenas haber dormido o con una alimentación muy deficitaria. Letales para quienes tienen sobrepeso, los gordos, que decíamos antes de la era de la corrección política globalizada y de que brotasen miles de colectivos potencialmente agraviados.
Los objetivos marcados para cada trabajador exigen andar todo el día a grandes zancadas, aunque oficialmente se prohíbe correr. El “tiempo de inactividad” se descuenta, y cuando el inodoro te queda a cuatro pisos de distancia, corres el peligro de una severa reprimenda. No te renovarán, seguro, y no vas mal si no te despiden. Te preguntas cómo lo harán, porque los trabajadores ni siquiera han visto su contrato de trabajo.
Así que, sobre el alféizar de una ventana en el cuarto piso, hay una botella en la que algún trabajador ha orinado. El olor a desinfectante se extiende por los cuatro pisos del gran almacén de Amazon.
Lo ha publicado James Bloodworth en “The Times”, como una especie de relato futurista sórdido que retrata la otra cara de la globalización, esa en la que no pensamos cuando preferimos pensar que estamos a punto de convertirnos en los cosmopolitas ciudadanos de un mundo pluscuamperfecto.
Se nos ha inducido a creer que el proceso globalizador es imparable; pero no lo es. La globalización no es un destino, sino una elección humana, como cualquier otra. Dicho de otro modo: no es inevitable.
Los salarios no crecen
Se está convirtiendo en una preocupación cierta de los gobiernos europeos, pero nadie le pone coto: si bien los gobiernos hace tiempo que pregonan una salida de la crisis en términos macroeconómicos, para la mayor parte de los europeos la situación apenas ha variado con respecto a la de hace unos años.
Por lo pronto, los salarios no crecen, lo que repercute no solo en el poder adquisitivo de la población, sino también en las cotizaciones, en la recaudación fiscal y en los tipos de interés. Porque -y esta es la clave – la salida de la crisis se ha hecho a expensas de los ciudadanos. El PIB español creció un 3.3% en 2016 pero los salarios descendieron un 0.8%; el descenso es más acusado entre quienes se acaban de incorporar al mercado laboral y los menos especializados. Es un hecho que en los últimos diez años ha aumentado la desigualdad entre los distintos grupos de trabajadores. Por no hablar de la brecha que se ha abierto entre los beneficios de las grandes corporaciones y los sueldos más altos, por un lado, y la situación de la mayor parte de la población, autónomos y asalariados medios y bajos, en el viejo continente, por el otro.
Las razones básicas que explican esto están todas relacionadas con la globalización: la deslocalización, las economías de escala y la inmigración.
Deslocalización
Una consecuencia inmediata de la globalización ha sido la deslocalización de las grandes empresas, que se han trasladado a regiones del planeta en que la producción o los servicios tiene un menor coste.
Contemplado en el conjunto de los países de la OCDE, las deslocalizaciones han perjudicado particularmente a las pequeñas y medianas empresas, generadoras hasta del 80% del empleo, al tener estas imposible deslocalizar, perdiendo, de este modo, competitividad. Además han resultado lesivas no solo en el orden puramente económico, ya que ese tipo de empresas frecuentemente son un pilar esencial del tejido social.
Las deslocalizaciones representan una amenaza permanente en el mundo de la globalización, ya que los nacionales no pueden rivalizar con quienes no tienen que soportar los costes de mantener un Estado de Bienestar, muchas veces padecen la ausencia de derechos laborales y parten de niveles de vida más bajos. Ello por no hablar de la consecuente desnacionalización de los sistemas jurídico-laborales.
La globalización, en definitiva, ha beneficiado a las elites a costa del resto de la sociedad. En los Estados Unidos, la media del crecimiento del PIB desde la Segunda Guerra Mundial y durante los siguientes sesenta años, fue del 3,5%. Hoy apenas alcanza el 2%, pero las finanzas crecen como nunca y las grandes fortunas poseen una parte de la renta nacional mayor que jamás anteriormente.
El papel de la inmigración
Es evidente que un cierto grado de integración resulta natural y beneficioso en muchos aspectos. Nadie puede vivir al margen de la comunidad internacional, ignorando los procesos que tienen lugar en el mundo; pero, hoy, el primer efecto de la globalización, junto a la pérdida de la propia identidad, es el de la desprotección social.
Cuando James Bloodworth refiere lo que sucede en el almacén de Amazon, no puede evitar mencionar el que la mayor parte de los trabajadores son rumanos o hindúes. Este proceso se da en todas partes: los procesos migratorios hacia Europa los promueven, como ellos mismos han reconocido, pretendidos filántropos multimillonarios que aspiran a imponer sus cada vez menos ocultos intereses.
Tampoco puso gran empeño en ocultar sus propósitos Angela Merkel cuando, al tiempo de la jubilosa aceptación de las masas de inmigrantes procedentes del Próximo Oriente propuso rebajar, e incluso suprimir, el salario mínimo interprofesional, algo que a la larga podría exigir una economía exportadora que necesita mejorar su productividad, lo que resulta más fácil vía “contención” de salarios.
Incluso los banqueros centrales de la UE, recientemente reunidos en Frankfurt, lo han admitido así: la presión sobre los salarios tiene una estrecha relación con las oleadas migratorias que llegan periódicamente a Europa. Recientemente Jens Weidmann, presidente del Bundesbank y principal candidato al Banco Central Europeo, ha señalado la presión que efectivamente ejerce la emigración sobre amplias zonas de Europa y, por medio de su impacto en la economía germana, en el conjunto de la Unión.
Economías de escala
Si existe una dimensión económica característica de la globalización, esa es la economía de escala.
Un estudio del Banco de Pagos Internacionales, del que el propio Jens Weidmann es presidente de su Consejo de Administración, señala cómo la integración mundial de las grandes cadenas multinacionales, a través de las economías de escala, deprime los salarios.
Ante eso, las economías nacionales, consideradas individualmente, no tienen respuesta. De nuevo, las pequeñas y medianas empresas sufren por este hecho y se ven imposibilitadas de aumentar los salarios, ya que les haría perder competitividad.
Sindicatos e inmigración
Y mientras la población pierde poder adquisitivo y las grandes finanzas aumentan su parte en la tarta, todo lo que a la izquierda y a los sindicatos se les ocurre es promover la inmigración, es decir, el proceso que permite una mayor precariedad y control, primero, y descenso, después, de los salarios y de las condiciones de trabajo.
Sosteniendo esas absurdas consignas de que no hay seres humanos ilegales, perjudican a los trabajadores. En principio a los nacionales, y más tarde también a los inmigrantes, al menos a los legales.
No es verdad que los naturales de los países europeos no quieran hacer los trabajos de los que se ocupan los inmigrantes; lo que no quieren es hacerlos por sueldos de miseria. Cuando se afirma lo anterior, lo que se quiere sugerir es que los inmigrantes llegan porque los nacionales dejan desocupados muchos puesto de trabajo que ya no están dispuestos a desempeñar: cuando es exactamente lo contrario. Es la llegada de los inmigrantes lo que produce un descenso en los salarios y en las condiciones de trabajo, y es bajo esas condiciones que los nacionales rechazan los empleos (lo que, dada la precariedad imperante, cada vez sucede menos).
La verdad es que los sindicatos han sido actores principales en el proceso de precarización, por cuanto no han impedido la temporalidad y el empleo de baja calidad, e incluso se han beneficiado de él, y no han sabido enfrentar el fenómeno de la creciente tecnologización. La globalización ha restado efectividad a las demandas de los trabajadores, pero los sindicatos, por toda respuesta, han optado por reforzar el fenómeno que la alimenta.
Entre la defensa de los asalariados y la ideología, es evidente lo que han elegido. Aunque hacerlo esté alimentando los beneficios del capital en la distribución de la renta.
Fernando Paz