Hoy, 18 de octubre, hace 60 años que falleció el genio español José Ortega y Gasset. Rescatamos este texto de José Antonio sobre los intelectuales en la política, publicado en la revista HAZ en diciembre de 1935.
HOMENAJE Y REPROCHE A DON JOSÉ ORTEGA Y GASSET
¿Es la política función de intelectuales? A esa pregunta, lanzada en público, se aprestarían a contestar dos grupos de personas.
Primer grupo: Los que se suponen aludidos de modo directo; es decir, los que se califican a sí mismos como intelectuales. De muchos de ellos sabemos que hablan acerca de cualquier tema con la voz engolada, las cejas fruncidas y una irresistible inclinación a encorsetar todas las conversaciones entre difíciles términos técnicos, pertenezcan o no a la técnica del asunto que se discute. De otros sabemos que son extrafinos: tan finos, tan finos, que no pueden salir a la calle por temor de que los mate un soplo. Estos se agrupan en capillitas semimisteriosas, donde, a punta de dedos, se extraen a los juegos de palabras algunas gotas de belleza, sólo asequibles a los iniciados. Si alguien pregunta por la aportación de aquéllos –los de la voz engolada – o de éstos –los superfinos– a la tarea del pensamiento humano, llegará a saber con estupor que lo más que unos y otros han dado a luz es una sola línea; que varios han producido cien páginas de pálida hibridez, sobre las que nadie entiende cómo pueden montar los interesados la convicción confortadora de su superioridad sobre el resto de los mortales; y que algunos han escrito, sí, varios volúmenes ininteligibles, con los cuales, de momento, acongojan al vulgo lector, humildemente convencido de su incapacidad para penetrar el maravilloso secreto de la esfinge colocada a su vista; hasta que alguna persona dotada de salud normal y libre de respetos humanos, revela al vulgo lector cómo aquel pobre simulacro de esfinge carece de todo secreto.
Segundo grupo: Los aristófobos (¿dónde colocar esta palabra mejor que en unas líneas dedicadas a don José?): aquellos a quienes «les carga» la gente que se empeña en buscar a las cosas explicaciones difíciles. «Déjeme usted de intelectuales; los intelectuales no dan una; lo que hace falta es gente con honradez y sentido común. Si hubiera una docena de políticos decentes, España estaba arreglada en un par de años…» Así suelen formular estas personas en un minuto diagnóstico y tratamiento para el mal de España.
Como entre nosotros sólo se concibe en lo dialéctico posiciones extremas (en lo dialéctico, entiéndase, porque luego, en el trato social directo, todos acaban por entenderse y tomarse unas copitas juntos), los que no militan en el primero de los dos grupos imaginados se alistan animosamente en el segundo. 0 «intelectuales» bajo su palabra o gentes que «se saben de memoria» lo que son los intelectuales y para lo que sirven. Claro está que ni con un grupo ni con otro tiene que contar para nada el que se proponga dedicar unos minutos a meditar esta cuestión: ¿es la política función de intelectuales?
Específicamente, la política no es función de intelectuales. Pero no, ni mucho menos, por las razones que aducen los aristófobos. Si una política no es exigente en sus planteamientos –es decir, rigurosa en lo intelectual–, probablemente se reduce a un aleteo pesado sobre la superficie de lo mediocre. Tiene que buscarse una explicación más profunda al reiterado fracaso de los intelectuales en la política. Acaso valga ésta:
Los valores en cuya busca se afanan los intelectuales son de naturaleza intemporal: la verdad y la belleza, en absoluto, no dependen de las circunstancias. El hallazgo de una verdad es siempre oportuno; la indagación de una verdad no admite apremios por consideraciones exteriores. Uno de los más bellos rasgos de la vocación científica está en esa abnegación con que los operarios de la inteligencia se afanan, a veces, en seguir un rastro a cuyo término no le permitirá llegar la limitación de la vida. Legiones de sabios oscuros caminan por desiertos hacia tierras de promisión que sus ojos no verán nunca. En cambio, la política es, ante todo, temporal. La política es una partida con el tiempo en la que no es lícito demorar ninguna jugada. En política hay obligación de llegar, y de llegar a la hora justa. El binomio de Newton representaría para la Matemática lo mismo si se hubiera formulado diez siglos antes o un siglo después. En cambio, las aguas del Rubicón tuvieron que mojar los cascos del caballo de César en un minuto exacto de la Historia.
Un hombre educado en la busca de los valores intemporales –es decir, un intelectual– puede cualquier día sentirse llamado por la política. En ocasiones no es siquiera moral resistirse al llamamiento. Hay coyunturas de conmoción del mundo o de la Patria en que puede resultar monstruoso permanecer bajo la lámpara de la propia celda. Pero si se acude al llamamiento de la política no se puede acudir a medias. Así como con la ciencia no se puede flirtear –Don José lo ha dicho–, con la política tampoco. Y no basta con llevar decisión más profunda que la de un simple flirt, hay que percatarse de que el paso de la ciencia a la política implica una tragedia; es decir, la asunción de un nuevo destino y la ruptura con el anterior. Al echar sobre sí una misión política, el intelectual renuncia a la más cara de sus libertades: la de revisar constantemente sus propias conclusiones; la de conferir a sus conclusiones la condición de provisionales. El método filosófico arranca de la duda: mientras se opera en el campo de la especulación hay, no ya el derecho, sino el deber de dudar y de enseñar a los otros a que duden metódicamente. Pero en política, no; toda gran política se apoya en el alumbramiento de una gran fe. De cara hacia afuera –pueblo, historia– la función del político es religiosa y poética. Los hilos de comunicación del conductor con su pueblo no son ya escuetamente mentales, sino poéticos y religiosos. Precisamente, para que un pueblo no se diluya en lo amorfo –para que no se desvertebre–, la masa tiene que seguir a sus jefes como a profetas. Esta compenetración de la masa con sus jefes se logra por proceso semejante al del amor.
De ahí la imponente gravedad del instante en que se acepta una misión de capitanía. Con sólo asumirla se contrae el ingente compromiso ineludible de revelar a un pueblo –incapaz de encontrarlo por sí en cuanto masa– su auténtico destino. El que acierta con la primera nota en la música misteriosa de cada tiempo, ya no puede eximirse de terminar la melodía. Ya lleva sobre sí la ilusión de un pueblo y abierta la cuenta tremenda de cómo la administre. ¡Cuál no ha de ser su responsabilidad si, como el poema de Browning, arrastra a una turba infantil detrás del caramillo para sepultarla bajo la montaña de la que no se vuelve!
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Don José Ortega y Gasset –que cumple en estos días veinticinco años de profesor– oyó la vocación de la política. En esta hora de valoración, ¿quién podrá negarle, si es justo, la clarividencia crítica y la limpieza moral de sus actitudes? No tuvo que expresar a gritos el dolor de España acostumbro gritar pocas veces», ha dicho–; pero nosotros, los hombres nacidos del 98 acá, entendemos muy bien el escozor entrañable que esconde la sobriedad castellana de sus gestos. Acaso porque hayamos aprendido a identificarla en libros suyos. ¡Cómo se nos sube hasta la garganta la mediocridad de una España sin alma común, que al descalzarse el coturno del Imperio no halló modo de andar si no era poniéndose en babuchas! No; don José no quiso hacer de la política un flirt, pero se dio por vencido. Cuando descubrió que «aquello», lo que era, no era «aquello» que él quiso que fuese, volvió la espalda con desencanto. Y los conductores no tienen derecho al desencanto. No pueden entregar en capitulaciones la ilusión maltrecho de tantas como les fueron a la zaga. Don José fue severo con sí mismo y se impuso una larga pena de silencio; pero no era su silencio, sino su voz lo que necesitaba la generación que dejó a la intemperie. Su voz profético y su voz de mando.
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Otro acaso intentará dar por nulos estos años de expedición a la política. Reintegrarse a las viejas tareas con un «aquí no ha pasado nada». Don José sabe que nada de lo que ha pasado de veras se puede dar por nulo. Las actitudes trágicas –como ésta de saltar a la política– no tienen vuelta: o se desenlazan a la otra orilla o se estabilizan en la diaria tragedia, maravillosamente depuradora, de comprobar frustrada la que fue más ardiente esperanza de la propia vida.
Pero nada auténtico se pierde. Cuando un «egregio espíritu» se entrega por entero, hasta agotarse en frustración generosa, nunca se dilapida el sacrificio. Los que vienen detrás tienen ya ganado incluso el aprendizaje de los errores. La crítica precursora ha desbrozado mucho. Otros brazos, con golpes más simples y más fuertes, seguirán la tarea. Al final –acaso en un final no previsto, en los instantes de la crítica precursora–, los que lleguen tendrán un recuerdo de gratitud para los que si no vieron del todo la verdad o no tuvieron fuerzas para entronizaría, al menos deshicieron a cuchilladas muchos espantapájaros armados con mentiras.
Una generación que casi despertó a la inquietud española bajo el signo de Ortega y Gasset se ha impuesto a sí misma, también trágicamente, la misión de vertebrar a España. Muchos de los que se alistaron hubiesen preferido seguir, sin prisas ni arrebatos, la vocación intelectual… Nuestro tiempo no da cuartel. Nos ha correspondido un destino de guerra en el que hay que dejarse sin regateo la piel y las entrañas. Por fidelidad a nuestro destino andamos de lugar en lugar soportando el rubor de las exhibiciones; teniendo que proferir a gritos lo que laboramos en la más silenciosa austeridad; padeciendo la deformidad de los que no nos entienden y de los que no nos quieren entender; derrengándonos en ese absurdo simulacro consuetudinario de conquistar la «opinión pública», como si el pueblo, que es capaz de amor y de cólera, pudiera ser colectivamente sujeto de opinión… ; todo eso es amargo y difícil, pero no será inútil. Y en esta fecha de plata para don José Ortega y Gasset se le puede ofrecer el regalo de un vaticinio: antes de que se extinga su vida, que todos deseamos larga, y que por ser suya y larga tiene que ser fecunda, llegará un día en que al paso triunfal de esta generación, de la que fue lejano maestro, tenga que exclamar complacido: «¡Esto sí es!»
(Haz, núm. 12, 5 de diciembre de 1935)