No es verdadera abnegación, de ordinario, la que elige la prueba, sino la que aguarda en todo instante, con ánimo igual, las que Dios envía. Suele ser más difícil soportar sin quejas las incomodidades cotidianas que romper aisladamente, enardecido por la ocasión, en un acto heroico. Al acto heroico no le falta nunca, mirado de lejos, una aureola atractiva; mientras que la diaria realidad es casi siempre, además de incómoda, prosaica. Así, la cima de la virtud está en el cumplimiento seguido y oscuro de eso que se llama sencillamente «el deber».
Quizá el rasgo más saliente de nuestro carácter nacional consiste en la inclinación a «esquivar el deber». No por cobardía -a veces es más duro lo que emprendemos que lo que dejamos-, sino por inquietud, por falta de «seriedad en la vocación». Apenas hay español que no se considere llamado precisamente a aquello que no le corresponde hacer. «Si yo fuese ministro de Hacienda… Como me dejasen gobernar el Banco de España durante un mes…» Y al mismo tiempo que quien esto dice renuncia en su espíritu a maravillosas innovaciones que implantaría, se atrasa y se adocena en el cumplimiento de su verdadera misión.
Por otra parte, nos falta casi por entero el «sentido social»; ese goce de sentirse parte de un todo armónico, de comportarse como pieza puntual para que el conjunto de la máquina funcione bien. Aquí preferimos no pasar de tosca herramienta, con tal que sea independiente, mejor que entrar como rueda secundaria en un maravilloso mecanismo. La aspiración de casi todos nosotros sigue siendo, como cuando Ganivet escribía, la de regirnos por una Constitución individual, donde no haya más que un artículo: «Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana.»
Pero entonces, si somos así, si en todos asoma aquella falta de seriedad en la vocación y esta arriscado indisciplina, ¿cómo puede existir entre nosotros la Guardia Civil?
La Guardia Civil es precisamente negación de los dos defectos. De un lado, nada más severamente adicto al cumplimiento del deber que un guardia civil. Al cumplimiento del deber sin brillo; del de todos los días; con perfección que igual se extrema en el servicio extraordinario y en la aburrida misión de recorrer durante ocho o diez horas carreteras intransitadas. Y de otro lado, nada más devotamente impregnado del espíritu del Cuerpo -disciplina, sentido social- que un guardia civil. No hay uno siquiera que acepte personal recompensa ni aun elogio. Una y otro los declinan siempre en provecho y gloria del instituto, al que pertenecen con la ufanía y el rendimiento del que profesa en una religión.
¿Cómo pueden darse entre nosotros hombres de este corte en tal abundancia? No una docena, ni un centenar, sino veintitantos millares. ¿En qué especie de metal incorruptible los transmutan cuando les invisten el uniforme, que así quedan inmunes a todo mal ejemplo? ¿Qué maravillosos fluidos, llegados de Dios sabe qué distancia, captan los picos del tricornio, que así neutralizan en quien lo lleva toda imperfecta inclinación nativa? Es un milagro: el milagro de la Guardia Civil. No es que la Guardia Civil haga milagros, sino que es un milagro en sí misma.
Así, mientras unas instituciones caducan y otras no medran por falta de perseverancia o de solidaridad, la Guardia Civil sigue como siempre: ni mejor ni peor, sino «perfecta». Cada individuo en su puesto, y todos tan iguales en el rigor, en el aseo, en la severa cortesía, en el valor a toda prueba y en la infatigable asiduidad, que se dijeran formados en el mismo molde.
Ha llegado el momento de rendir homenaje al glorioso Instituto. Nadie le regateará su aportación. Por mucho que hagamos, siempre quedaremos en deuda con él. ¿Qué son unas pesetas o unos renglones al lado de lo que le debemos? Gracias a él se recorre España sin peligro de Norte a Sur, aun las comarcas más abruptas, vivero antaño de salteadores. Los que vivimos fuera de la ciudad, sobre todo, no podemos agradecer bastante los servicios de los guardias civiles. A veces volvemos de noche por la carretera. Los cristales del automóvil se empañan; debe helar. Las casas que vamos dejando atrás tienen los balcones cerrados. Hacemos correr a nuestro coche, ganosos del hogar caliente y de la cama mullida. Todos duermen ya. ¿Todos? No; de pronto los faros iluminan, sobre el fondo oscuro, dos siluetas viriles. El haz luminoso se quiebra en los tricornios negros y en los fusiles vigilantes. Pasamos a su lado. Los saludamos. Y seguimos con emoción confortadora, en la que tal vez asoma un punto de remordimiento. Ellos quedan allí, velando por todos: austeros, severos, sencillos, como si no hicieran nada sobresaliente; con la robusta serenidad de lo duradero.
Artículo de José Antonio Primo de Rivera publicado en La Nación, 20 de diciembre de 1930.