Por Fernando Paz
Fue Carlos Lesmes, magistrado y presidente del Supremo –vaya por Dios- quien confesó que la justicia española actuaba según un principio de discriminación por el que a la cárcel no iban sino los parias, a quienes denominó “robagallinas”.
Es muy posible que Lesmes, pese a que ha tenido tiempo para arrepentirse de su locuacidad o de su sinceridad, no lo haya hecho, quizá porque lo dijo en un momento en el que resultaba conveniente ceder en lo menos para salvar lo más.
Sea como fuere, la frase ya no tiene remedio, porque todo el mundo sabe que la justicia española, señora de distraída moral en tantas y tantas cosas, se aplica con rigor de gobernanta en el castigo a esos parias que carecen de padrino, de padre, de madre, y de perro que les ladre.
En la España de la corrupción galopante, en la que se han abierto casi mil cuatrocientas acusaciones por este motivo, poco más de ochenta políticos han ido a dar con sus huesos en la cárcel. O la justicia convertida en burladero del ultra garantismo legal que aprovecha a aquellos a quienes busca proteger.
Así que la tan trajinada inseguridad jurídica que padecemos tiene su razón de ser en una politización de la justicia que viola los más sagrados principios de esta. Los jueces han guardado disciplinado silencio ante la perversión –perpetrada por los políticos por mor de las leyes ideológicas y de género- de los principios de igualdad ante la ley y de presunción de inocencia, elementos absolutamente claves de toda la construcción legal occidental.
Una justicia que comienza por dividirse en banderías, una justicia que es “por la democracia”, “progresista” o “conservadora”, o lo que se tercie según el día de la semana; que presume de una sensibilidad social que suele traducir en una interpretación de la ley al gusto del poder.
Y en esto, la sentencia de Blanquerna. La sentencia tiene, naturalmente, mucho de esa interpretación. Blanquerna es la ofrenda al Moloch nacionalista catalán del sacrificio humano que este exige cada cierto tiempo y que el gobierno y los tribunales, por supuesto, están bien dispuestos a cumplimentar. La sentencia de Blanquerna es algo más que una indignidad, porque excede la indignidad el que unas personas que no dañaron a nadie entren en la cárcel.
Hubo más violencia en el asalto a la capilla de Somosaguas, protagonizado por grupos de extrema izquierda en los que estaba integrada Rita Maestre, que en Blanquerna; concurriendo, además, en aquella ocasión el agravante de ataque a los sentimientos religiosos y, por supuesto, una comparable “discriminación ideológica”; de camino a la capilla, los asaltantes corearon la consabida matraca de “arderéis como en el treinta y seis” y “vamos a quemar la Conferencia Episcopal”, algo que, en un país como España, en el que tuvo lugar un terrible genocidio contra los católicos hace apenas 80 años, debería encontrar algún mayor reproche legal que la lenidad judicial habitual.
Sin embargo, Rita Maestre fue absuelta de un modo que resulta incomprensible, salvo que lo interpretemos desde un punto de vista político e ideológico, que es cuando la absolución cobra todo su significado.
Pero hay más: el propio Supremo fue quien redujo la condena de doce años impuesta por la Audiencia Nacional, hasta dejarla en cuatro años y seis meses, a los responsables del comando anarquista que pusieron la bomba en el Pilar de Zaragoza en octubre de 2013. Miembros de un grupo anarquista conocido como “Comando Insurreccional Mateo Morral”, hirieron a una mujer y pudieron haber causado una verdadera matanza, ya que en el templo se encontraban casi sesenta personas entre turistas y trabajadores cuando hicieron estallar el artefacto. Lejos de arrepentirse, cuando les fue dictada la sentencia por la Audiencia Nacional, gritaron desafiantes al tribunal: “Muerte al Estado”.
Si la revisión del caso por parte del Tribunal Supremo fue considerada escandalosa en su momento, aún ha resultado serlo más desde que, apenas un mes después, ha impuesto la misma pena a quienes asaltaron la librería Blanquerna. Y en este caso, elevando, además, las penas impuestas de seis a ocho meses por la Audiencia Nacional. Es decir, que el Tribunal Supremo no encuentra diferencia entre estallar una bomba y propinar tres empujones.
De acuerdo a la sentencia emitida, el Supremo ha justificado su decisión apelando a que los asaltantes incurrieron en “discriminación ideológica”.
¿Discriminación ideológica? A la vista de los antecedentes citados –y salvo que alguien pretenda que es de justicia el que tres empujones equivalgan a la colocación y estallido de una bomba-, tras lo sucedido con Rita Maestre y con el grupo anarquista, discriminación ideológica es, exactamente, lo que ha perpetrado el citado Tribunal Supremo.