Por Juan Manuel de Prada
Nos produce un revoltijo de repugnancia y lástima vivir en esta época, que queriendo construir un paraíso en la tierra (por cancelar aquel «valle de lágrimas» que era como una premonición del purgatorio) no ha hecho sino infernar nuestros días terrenales, hasta convertirlos en algo muy similar a los padecimientos de los réprobos.
Al tragón en el Averno le hacen comer hasta que estalla, para luego obligarlo a vomitar; y así una y otra vez, una y otra vez, para convertir su placer en una condena. Pues así es nuestra vida en esta época maldita: un fin de semana montamos el Black Friday; y al fin de semana siguiente la Cumbre del Clima. A una bacanal de glotonería sucede un aquelarre de (falsa) penitencia, con procesiones votivas en las que sacamos en palanquín o silla gestatoria (cualquier medio de transporte que no contamine) a esa marioneta monstruosa, la niña Greta, para que la Pachamama perdone nuestros excesos (que, por supuesto, repetiremos de inmediato, en un nuevo acceso de glotonería, para también repetir de inmediato nuestras pamemas plañideras, y así sucesivamente).
¡Época sórdida e hipócrita! Para detener la degradación del planeta (que no es sino el espejo que nos devuelve nuestra propia degradación) no existe otro remedio sino renegar de una forma de vida que ensancha ilimitadamente nuestras necesidades; o, dicho más exactamente, que convierte todos nuestros caprichos (también nuestros caprichos ecologistas) en necesidades. Nuestra época no está dispuesta a la única conversión que podría detener la degradación del planeta, que es la conversión que detiene la degradación de las almas; y entonces tiene que inventarse un hormiguero de conversiones sucedáneas que distraigan nuestra atención: se inventa la conversión del coche de gasolina en coche eléctrico, la conversión de la energía nuclear en energía eólica, la conversión del plástico en residuo orgánico, la conversión de una dieta carnívora en una dieta vegana… y, por supuesto, la conversión del amor fecundo en un zurriburri estéril con mucho rifirrafe de género, jaleo penevulvar y juerga poliamorosa. Pues el fin último de toda falsa religión, detrás de todas sus tramoyas y disfraces, es siempre el odio a la procreación: «Pongo eterna enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya».
El hipocritón activismo ecolojeta celebra sus aquelarres, como la glotonería consumista celebra los suyos; y son el anverso y el reverso de la misma moneda. La Cumbre del Clima es el natural corolario del Black Friday, como la vomitona forzada es el corolario natural de la bulimia. Uno y otro aquelarre tienen en el fondo la misma misión, que es lograr que las masas cretinizadas no reparen en la única actividad que podría salvarlas; y salvándolas, les enseñaría a salvar el planeta. Pues sólo una conversión de índole espiritual puede inaugurar una forma de vida virtuosa que, de repente, no necesite coche (ni siquiera eléctrico) para viajar, bastándole con el viaje místico que nos lleva, con tan sólo invocarlo, hasta nuestro dulce amado centro. Y esta conversión, que acabaría de un plumazo con el plástico, con las emisiones contaminantes y el efecto invernadero, que dejaría de ver «bienes» en las obras de la Creación (para devolverles aquella cualidad originaria de «buenas» que les asignó la mirada de su Creador), es la conversión que a toda costa se pretende evitar. Pues es la única conversión que nos despojaría de un plumazo de todas las falsas necesidades; la única conversión que enseñaría que la pobreza puede no ser solamente una lacra, sino también una virtud que el mismo Dios abrazó e hizo suya, mientras anduvo aquel «valle de lágrimas» que hoy se ha convertido en un infierno donde brujas y demonios celebran sus aquelarres de fin de semana.
Fuente: https://www.religionenlibertad.com/opinion/889360153/Aquelarres-de-fin-de-semana.html