Necesitamos dos cosas: una nación y una justicia social. No tendremos nación mientras cada uno de nosotros se considere portador de un interés distinto: de un interés de grupo o de bandería.
No tendremos justicia social mientras cada una de las clases, en régimen de lucha, quiera imponer a las otras su dominación.
Por eso, ni el liberalismo ni el socialismo son capaces de deparamos las dos cosas que nos hacen falta.
El liberalismo es, por una parte, el régimen sin fe: el régimen que entrega todo, hasta las cosas esenciales del destino patrio, a la libre discusión. Para el liberalismo nada es absolutamente verdad ni mentira. La verdad es, en cada caso, lo que dice el mayor número de votos. Así, al liberalismo no le importa que un pueblo acuerde el suicidio con tal que el propósito de suicidarse se tramite con arreglo a la ley electoral.
Y como para que funcione la ley electoral tiene que estimularse existencia de bandos y azuzarse la lucha entre ellos, el sistema liberal es el sistema de la perpetua desunión, de la perpetua ausencia de una fe popular en la comunión profunda de destino.
Por otra parte, el liberalismo es la burla de los infortunados: declara maravillosos derechos: la libertad de pensamiento, la libertad de propaganda, la libertad de trabajo… Pero esos derechos son meros lujos para los favorecidos por la fortuna. A los pobres, en régimen liberal, no se les hará trabajar a palos, pero se los sitia por hambre. El obrero aislado, titular de todos los derechos en el papel, tiene que optar entre morirse de hambre o aceptar las condiciones que le ofrezca el capitalista, por duras que sean. Bajo el régimen liberal se asistió al cruel sarcasmo de hombres y mujeres que trabajan hasta la extenuación, durante doce horas al día, por un jornal mísero y a quienes, sin embargo, declaraba la ley hombres y mujeres «libres».
El socialismo vio esa injusticia y se alzó, con razón, contra ella. Pero al deshumanizarse el socialismo en la mente inhospitalaria de Marx, fue convertido en una feroz, helada doctrina de lucha. Desde entonces no aspira a la justicia social: aspira a sustanciar una vieja deuda de rencor, imponiendo a la tiranía de ayer –la burguesía– una dictadura del proletariado.
Para llegar ahí, además, el socialismo extirpa en los obreros casi todo lo espiritual, porque teme que, dejándolo vivo, tal vez los proletarios se ablanden al influjo de los vapores espirituales burgueses. Y así se aniquila en los obreros la religión el amor a la Patria.. ; en los ejemplos extremos, como el de Rusia, hasta la ternura familiar.
El liberalismo nos divide y agita por las ideas; el socialismo taja entre nosotros la sima, aún más feroz, de la lucha económica. ¿Qué se hace, en uno y otro régimen, de la unidad de destino, sin la que ningún pueblo es propiamente un pueblo?
Por eso se ha encendido en Europa, y arde ya en España, la llama de una fe nueva. De una fe que ve, en lo terreno y en lo civil, como primera verdad, ésta: un pueblo es una entidad total, indivisible, viva, con un destino propio que cumplir en lo universal. El bienestar de cada uno de los que integran el pueblo no es interés individual, sino interés colectivo, que la comunidad ha de asumir como suyo hasta el fondo, decisivamente. Ningún interés particular justo es ajeno al interés de la comunidad. Y, por consecuencia, no es lícito a nadie tirotear los fundamentos de la comunidad por estímulos de interés privado, por capricho intelectual o por soberbia.
Esta nueva fe ha deparado a Italia, por ejemplo, la posibilidad de que vivan más de cuarenta millones de habitantes en un suelo reducido y pobre. Y, lo que vale más, le ha devuelto la fe en sí misma, el ímpetu creador y el entusiasmo.
España, contagiada de ese calor, no va a imitar a Italia: va a buscarse a sí misma; va a buscar en las entrañas propias lo que Italia buscó en las suyas; y va a encender en todos los españoles la fe resuelta en que pueden salvarse juntos y salvar a España.
Nuestra Falange, portadora de la nueva fe, volverá a hacer de España una nación e implantará en ella la justicia social. Le dará pan y fe. El sustento digno y la alegría imperial.
(Artículo escrito por José Antonio Primo de Rivera, en mayo de 1934, para el semanario España Sindicalista, que no llegó a publicarse, en Zaragoza).