Por Sertorio

Frontera: hasta hace unos días era una palabra tabú, un término que se consideraba abolido por falta de uso, por anticuado, reaccionario y populista. Desde hace una semana las opiniones han cambiado. Los países con fronteras y con identidad, como la Rusia de Putin, los Estados Unidos de Trump o la Hungría de Orban, ha logrado frenar la devastación de la epidemia de coronavirus y proteger eficazmente a los ciudadanos de sus naciones.

¿Qué es lo que está pasando en el oasis mundialista y sin fronteras de la llamada «Unión» «Europea»? Nuestro panorama friendly, progre y mundialista hasta la náusea se parece más al tiempo de la Peste Negra que al de unas sociedades modernas y avanzadas. Padecemos a decenas de gobiernos con miles de funcionarios que obedecen a la entelequia burocrática de Bruselas. A su ineficacia política unen todos los dogmas de mundialismo, entre ellos el que las fronteras son malas, que deben abolirse al igual que las identidades nacionales y religiosas. Un melting pot neutro, grisáceo e insípido es el proyecto final de este mundo unido sin más límites que los del mercado, la producción y el consumo. El resultado de esa concepción lo estamos sufriendo ahora. Y todo por no cerrar a su debido tiempo nuestras pecaminosas fronteras: miles de infectados por el virus y un paisaje apocalíptico en el que, además, va a quedar muy tocado el dios todopoderoso y único del mundialismo: Mammón. La abolición de fronteras no sólo va a traer la muerte, sino también la ruina de los que sobrevivan.

El coronavirus ha sacado a la luz los vicios inherentes al globalismo y su sueño de abolir los límites estatales

Hace unas semanas los medios de comunicación progres (es decir, todos) criticaban a Trump, a Putin y a los taiwaneses por exagerados, xenófobos y patrioteros. Según los bonzos de la izquierda liberal, estos dirigentes populistas eran rehenes de una fantasmagoría llamada Estado-nación cuyo final anunciaban la ONU, la OMS y todas y cada una de las universidades de la Ivy League. Trump, Putin y demás «enemigos del género humano» se aferraban a la vieja y periclitada idea de que el Estado debe servir para proteger la vida de la nación a la que alberga en su territorio. Y el primer sistema de protección es la frontera. Desde sus altos cargos y sus sublimes cátedras, los intelectuales orgánicos ridiculizaban y estigmatizaban las políticas de cierre de fronteras. Hoy, los muertos de nuestros hospitales los desmienten. Pero ¿qué es la realidad para un intelectual progresista?

España, la más progre de las exnaciones de la malhadada «Unión» «Europea», es el triste ejemplo del dogmatismo izquierdista y de su absoluto desprecio por la realidad. La neorreligión del género exigía que su manifestación o aquelarre feminazi del 8 de marzo se celebrara «sí o sí», al precio que fuera, con virus o sin él. El propio gobierno de la nación instó a la gente a salir a la calle a manifestarse por miles y decenas de miles de personas, justo cuando hacía ya dos semanas que todas las alarmas estaban encendidas y cuando hasta desde la estúpida Bruselas se «desaconsejaban» este tipo de demostraciones. Es absolutamente seguro, porque esas informaciones reservadas llegan antes que nadie a los ministros, que el doctor Sánchez y su cúpula gubernativa sabían perfectamente lo que iba a pasar en los días posteriores. No hace falta que le recuerde al lector en qué situación nos hallamos ahora. ¿Cuánta gente habrá sido sacrificada a la idolatría de género? Muy pronto lo sabremos.

Igual que Chernobyl expuso sin tapujos las carencias del decadente comunismo soviético, el coronavirus ha sacado a la luz los vicios inherentes a la ideología globalista y su sueño de abolir los límites estatales y de aniquilar a las naciones. Las fronteras no son un obstáculo: son una válvula de seguridad, un instrumento milenariamente eficaz para proteger y controlar lo que sucede en un territorio, para evitar invasiones, pero también para establecer unas relaciones serias y ordenadas con nuestros vecinos. Que las fronteras existen nos lo están demostrando nuestros «socios» europeos que, en el momento en que escribo, no nos han donado una sola mascarilla, un sólo equipo médico, un sólo crédito. Ni a nosotros, ni a Italia, ni a nadie. Se han limitado a ponerse a una distancia prudente y a desearnos buena suerte. Para eso más nos valía habernos aferrado a nuestras viejas fronteras, las más antiguas y estables del mundo.

¡Gracias, «Uropa»!

Fuente: https://elmanifiesto.com/tribuna/229258794/El-Chernobyl-europeo.html