PALABRAS PRONUNCIADAS POR JOSE LUIS JEREZ RIESCO, EL DIA 9 DE ENERO DE 2016, EN EL HOMENAJE A LOS CAIDOS DE LA GUARDIA DE HIERRO RUMANA EN EL FRENTE DE BATALLA EL DIA 13 DE ENERO DE 1937 ION MOTA Y VASILE MARIN.
Queridos amigos y camaradas: Sed bienvenidos a Majadahonda, donde se erige altivo, frente al odio y la indignidad de los modernos iconoclastas y de los políticos desalmados, el arco del martirio y de la victoria de dos héroes rumanos, Ion Mota y Vasile Marín, caídos en el frente de batalla, que ofrendaron sus vidas en defensa de la fe y por la salvaguarda de nuestra civilización occidental.
Corneliu Zelea Codreanu, el capitán general, el gran capitán de Europa, dio en política la palabra de orden de una juventud a la que quería iluminar su alma apagada en una oscuridad ancestral.
Fundó, junto a ocho iniciadores del movimiento, el día de San Juan Bautista, el viernes 24 de junio de 1927, a las diez en punto de la noche, en la ciudad rumana universitaria de Iasi, urbe asentada sobre siete colinas, una Legión Espiritual y por ello invencible: “La Legión de San Miguel Arcángel”, en la que invitaba a ingresar a sus futuros legionarios con las siguiente consigna: “ Que venga a estas filas el que crea sin límites; que quede fuera el que tenga dudas”.
El símbolo de San Miguel Arcángel es inequívoco y evocador: un Arcángel alado, con el arma empuñada en la mano, la espada desenfundada y combatiente, elevado sobre ascuas de fuego y bajo el resplandor fulgurante de las estrellas.
Codreanu fue el primero en lanzar, en 1920, en Rumania, el grito de guerra contra el comunismo incipiente con su enérgico “Desteapta-te Romane”, el “Despierta Rumanía”.
Dos lustros más tarde, en la década de los años 30, enarbolaba una nueva fundación: “La Guardia de Hierro” como bautizó al movimiento el viejo legionario Granganu, porque era un cuerpo centinela y militante, la vanguardia de la lucha, la primera línea juvenil contra el corrosivo y denigrante marxismo y simultáneamente la afirmación firme, solemne y férrea, como su nombre indica de los valores primordiales de su nación, de su fe y de su raza.
Codreanu vio, desde el inicio, que la democracia estaba al servicio de la gran finanza internacional y que los partidos políticos “no eran otra cosa que una sociedad anónima de explotación del voto universal”.
Eligió como símbolo una cruz triple, que forman integradas la figura de las rejas y los barrotes carcelarios, como símbolo distintivo e identificador de “La Guardia de Hierro” que significa, por una parte, como cruz múltiple, la redención y como signo gráfico el anagrama de la persecución y represión desatada contra quienes enarbolan su fidelidad a la Causa, por quienes pretenden su aniquilamiento.
La disolución de la Guardia de Hierro llegaría el 13 de diciembre de 1933 y nació, sin solución de continuidad, como “Ave Fénix”, el movimiento “Totul Pentan Tara” –Todo por la Patria-
Pero su fuerza y seguridad reafirmaba que ninguna medida represora podía terminar con su energía interior.
El tesón, y la voluntad frente a las adversidades, les hacía a los legionarios no solo indómitos, sino indestructibles.
Supieron aguantar, sin desfallecer, sin traicionar.
Eran conscientes que la constancia y la perseverancia, en las circunstancias más adversas y hostiles, eran la clave de su éxito futuro.
Hicieron juramentos y promesas y los cumplieron al pie de la letra.
El color verde, evocación del rejuvenecimiento, era su divisa y el color de la camisa de su uniforme, de su indumentaria militante, por ser el color de la esperanza, del paisaje, de la tierra y del campo que contemplaban sus miradas, como lo habían hecho sus predecesores, sus ancestros.
El 20 de julio de 1936 se podía leer en la prensa rumana que el Ejército español había prendido la mecha, en sus plazas de soberanía, de un glorioso Alzamiento Nacional.
España y Rumanía están hermanadas, desde los remotos tiempos del emperador romano Trajano, español de origen y rumano por destino, que fue quien incorporó sus tierras y sus gentes al imperio del Derecho, de la lengua latina, del arado, del águila, del lábaro, de la espada y de la nueva fe, que tomó la ciudad de Roma por Sede y Cátedra apostólica.
La juventud rumana de la Guardia de Hierro supo captar, como nadie, el sentido, la esencia y el significado de la Cruzada Española de Liberación Nacional, por ser y aspirar a los mismos ideales compartidos que ellos deseaban para su Patria y por coincidir, en fondo y forma, con la fiel plasmación del discurso del Capitán Codreanu.
En el corazón palpitante de la juventud de la Guardia de Hierro rumana estaba inoculado un sentimiento unánime: Acudir a España para formar piña y comunión con sus camaradas españoles.
El Gobierno rumano de aquel entonces, cortó de raíz las pretensiones de aquellos camaradas legionarios, de nuestros hermanos gemelos en la fe y en el ideal, para poder, como era su deseo ardiente, participar de forma masiva en la contienda española, pero lo que no pudo evitar fue la formación de una representación selecta y simbólica de siete cualificados y distinguidos voluntarios, que partieron hacia la Península Ibérica para unir sus afanes y su sangre con quienes peleaban por la misma causa.
Eran siete valientes, siete de los mejores, que con su ejemplo dieron testimonio de gesta en la Cruzada contra el comunismo, ateo y perverso, que se jactaba de la profanación de lo más sagrado, que se regodeaba del incendio de los templos, que practicaba el holocausto y el genocidio más atroz, contra los sacerdotes y prelados y que formaba pelotones de ejecución para fusilar, incluso, en un paroxismo demencial, la imagen del Sagrado Corazón de Jesús que se eleva en el punto central de la geografía hispánica, el Cerro de los Ángeles.
Si en un principio iban a ser sólo seis los voluntarios, el número de expedicionarios fue, finalmente de siete, al implorar el ilustre letrado Vasile Marín a Codreanu, el Capitán, su inclusión, para formar parte de la misma.
Vasile Marín, nacido en Bucarest en 1904, había cursado sus estudios de Derecho en Francia e intervino, como abogado de reconocido prestigio, en innumerables procesos para asistir, y defender ante los Tribunales de Justicia, a sus camaradas.
Era el comandante legionario de la capital, había contraído matrimonio, en febrero de 1933, con Ana María Ropala, de origen judío convertida al cristianismo, quien nos ha acompañado tantos años en las efemérides de la muerte de su marido, en estos mismos lugares.
Vasile Marín Insistió para que se le permitiera acompañar a sus camaradas que marchaban con júbilo a luchar y le solicito al Capitán alcanzar el orgullo y “el favor de ser el séptimo ataúd”.
Ante este contundente argumento no cabía la réplica.
Ion Mota, también abogado, como su camarada y amigo Vasile Marín, era uno de los ideólogos, escritor y periodista de obras de imprescindible lectura, como “El Hombre Nuevo”, donde establece las pautas para el surgimiento de un nuevo tipo de hombre, de una nueva estirpe noble, asentado en los principios y valores perennes; o el ensayo “El Cráneo de Madera”, donde se recopilan sus artículos escritos durante el periodo comprendido entre 1922 y 1936.
Mota ocupaba, después de Codreanu, el segundo puesto en la jerarquía legionaria del Movimiento, por tanto era el segundo comandante en el escalafón de la Guardia de Hierro.
Había nacido en Orastie en 1902.
Estaba casado con Iridenta Codreanu, hermana del Capitán.
Ion Mota había publicado, en sus años mozos y estudiantiles, una traducción al rumano con sus comentarios personales, de la célebre obra “Los Protocolos de los Sabios de Sión”, de igual manera que lo había hecho en España, en Ediciones Libertad de Valladolid, en 1932, Onésimo Redondo, el Caudillo de Castilla.
Curiosamente, otra coincidencia de la Historia, era en la publicación rumana “La Libertad”, de idéntica denominación, donde Ion Mota publicaba sus crónicas de guerra, enviadas desde el frente español.
Como Jefe del aquella escuadra de honor, era portador de una espada, para ofrecérsela al laureado coronel Moscardó, por la heroica defensa del asedio del Alcázar de Toledo.
El 29 de noviembre de 1936, unos días antes de partir hacia España, Ion Mota hacía la siguiente declaración para justificar la marcha: “Era un deber de honor que pesaba sobre los hombros de nuestra generación. Lo hice con el mismo amor que si se hubiera tratado de mi Patria”.
Abogaba e insistía a sus paisanos, una y otra vez: “Nosotros perseguimos la reforma espiritual del hombre”, como aspecto de pura y elevada espiritualidad. Buscaba la mística revolucionaria por la ascética.
Los voluntarios rumanos de la Guardia de Hierro partieron, vía Alemania, zarpando en el buque “Monte Oliva”, que les llevaría a realizar sus anhelos más fervientes.
Mota escribiría, en la Navidad de 1936, una crónica publicada en “La Libertad” en la que se podía leer: “Sin duda, la bestia roja será vencida al fin, pues la Iglesia fundada por Cristo no podrá ser vencida”.
En esa misma crónica navideña, redactada desde el fragor del frente de batalla, el lugarteniente de Codreanu, hacía la siguiente reflexión que es hoy, más que nunca, una llamada de atención a los pacatos: “Sin lucha valerosa, ni siquiera el Arcángel San Miguel pudo liberar al cielo de las huestes de Lucifer, el jefe de los ángeles rebeldes”.
El 13 de enero de 1937 Ion Mota y Vasile Marín cayeron en su doble condición de héroes políticos y mártires de la fe, como soldados del Tercio español, en estas lomas de Majadahonda, en pleno corazón de la Castilla milenaria, porque como ellos escribieron y profetizaron: “Habían venido a morir por Dios y por España”.
A las cuatro y cuarenta y cinco minutos de la tarde de aquel fatídico día, en su puesto de ametralladoras, que apuntaba contra las posiciones de la brigadas comunistas de los sin Dios, un obús cayó de pleno en la posición defendida valientemente por Mota y Marín, dos ilustres juristas que supieron pelear y morir como auténticos jabatos, cara al sempiterno enemigo.
Mota, unos días antes de su muerte, había escrito a sus padres una carta entrañable en la que les decía: “Queridos padres míos: procurad ver junto a vuestro dolor toda la belleza de nuestro gesto. ¡Se ametralla el rostro de Cristo! ¡Se bambolea el fundamento cristiano del mundo! ¿Podríamos nosotros permanecer impasibles? ¿No es un gran beneficio espiritual para la vida futura el haber caído en defensa de Cristo?”
A Corneliu Zelea Codreanu, su cuñado, le escribió Mota desde las trincheras lo siguiente: “¡Estoy feliz y moriré contento, con la satisfacción de que he sido capaz de sentir tu llamada, de comprenderte y de servirte!”
En Majadahonda se había consumado, entre Falange Española y la Guardia de Hierro, ya para siempre, la perfecta comunión por aquel lazo de sangre generosamente derramada, de nuestros camaradas Mota y Marín, que germinó y fructificó en vínculo indestructible de plenitud, de amor, de amistad, de entrega, de martirio y de camaradería.
Para su descanso eterno, los cuerpos yacentes de Ion Mota y Vasile Marín, fueron repatriados por ferrocarril a Rumania, su Patria, a donde entraron como héroes nacionales por Ghica Voda, en la región de Bucovina, y pasaron por Transilvania, en medio de estaciones de tren, repletas de campesinos que salían a testimoniarles el último adiós, entre campos de nieve.
En la ciudad de Cluj, donde Mota había cursado parte de sus estudios universitarios, fue el propio obispo de la diócesis, Nicolás Colau, quien al paso de los féretros presidió los actos litúrgicos y en Orastie, su ciudad natal, se arremolinaron sus paisanos en número cercano a las diez mil personas, en la estación de la localidad, para asistir a las ceremonias religiosas y oficios de difuntos.
En este ambiente de consternación popular, las manifestaciones de profundo dolor se repitieron en todos los apeaderos hasta llegar a Bucarest, donde fueron recibidos los cuerpos por el Capitán Codreanu y depositados, el 13 de febrero de 1937, en la iglesia de San Elías Gorgan, en donde fueron velados con emoción contenida, por cientos de miles de compatriotas durante un día completo para, posteriormente, ser inhumados en la cripta de la Casa Verde de la Guardia de Hierro como seres ya inmortales.
Ante sus cadáveres, se tomó el juramento a los grados legionarios, con la siguiente fórmula, de la que entresaco un pequeño pormenor: “¿Juráis para que nuestra moral esté siempre unida a la idea de sacrificio y de una vida austera, conscientes que cuando y donde se implanta el egoísmo, allí desaparece la Legión?”
El cortejo fúnebre que acompañó a los dos legionarios caídos en tierra de España, estaba integrado por una gigantesca multitud que caminaba lentamente, en filas compactas y prietas, que se dilataba y rebosaba a lo largo y ancho de los más de cuatro kilómetros que separaban la iglesia de San Elías y la Casa Verde, su última morada terrenal.
Cuarenta sacerdotes entonaban salmos responsoriales, en medio de una intensa y tupida nevada.
En el entierro figuraba una delegación de Falange Española, presidida por el diplomático Pedro de Prat y Soutzo, que ocupaba un lugar preferente en la comitiva del impresionante duelo, quien al invocar los nombres de Mota y Marin, ante la ingente multitud, se respondió con un “¡Presente!” estentóreo y atronador, lanzado por las miles y miles de gargantas congregadas y unánimes.
También estaban representados en el cortejo fúnebre los camaradas del partido Nacional socialista alemán, los Fascistas italianos, las mocedades portuguesas e, incluso, una delegación del imperio del Sol Naciente japonés.
Era la evidencia que ser legionario no significaba sólo vencer, sino saber sacrificarse siempre al servicio de la estirpe y de sus más excelsos y genuinos valores.
Alecu Cantacuzino, en nombre de los luchadores expedicionarios que habían estado en España, dijo con emoción indescriptible en la despedida de sus camaradas Mota y Marín: “Ion Mota , como jefe de nuestro grupo, pidió a las autoridades españolas un solo favor: que fuéramos admitidos en la primera línea del frente español, bajo la bandera de la unidad más acribillada, entre el fuego más mortífero”. Así lo quiso él, quien solicitó el puesto de mayor riesgo y peligro para afrontar el tremendo desafío.
Ion Mota y Vasile Marín murieron con gloria y con honor.
Termino con la invocación, todos puestos en pie, para que cuando pronuncie por última vez sus nombres, respondáis con un eterno y sonoro ¡Presente!
¡Camaradas Ion Mota y Vasile Marín!
¡PRESENTES!