Este jovencísimo funcionario de Hacienda tomó un avión desde Canarias hasta Madrid para asistir al acto fundacional de Falange Española. Le asesinaron sólo cuatro días después, en su Daimiel natal.
Los hechos que aquí se relatan no aparecerán jamás en ningún “Cuéntame”, ni los convertirá en película una subvención del Ministerio de Cultura, ni tan siquiera su protagonista sería considerado digno de engrosar cualquier lista oficial de víctimas del terror político. Era otoño en Daimiel, transcurría el año 1933, las elecciones generales estaban próximas y el calendario marcaba que aquel era Día de los Difuntos. A las nueve de la noche, el teatro Ayala iba a albergar un acto del Partido Socialista cuyo principal atractivo sería la intervención de los exdiputados Cañizares y Cabrera, personaje que meses antes destrozó las urnas del pueblo ante la certeza del triunfo municipal de la derecha. Los oradores llegaron media hora tarde a la localidad y, acompañados por cincuenta personas portadoras de garrotes, recorrieron las calles más céntricas hasta llegar al lugar del acontecimiento.
A partir de la exclamación, una muchedumbre se revolvió contra él para expulsarlo a golpes. Cerca de la puerta, tal vez llegara a pensar que lo peor había pasado sin imaginar que un tal Pedro José Ruiz de la Hermosa -increíble, macabra coincidencia- le asestaría una puñalada inmisericorde capaz de atravesar intestinos e hígado. Después, varios individuos se abalanzaron contra la víctima ensañándose con lo que ya era casi un cadáver. La imagen, terrible, recuerda a lo sufrido al año siguiente en Madrid por otro falangista de sólo diecisiete años, Juan Cuéllar, linchado hasta la muerte.
La boca de Juan presentaba heridas de arma blanca, el cráneo fue machacado con piedras y un acompañante del chico llegó a contar cómo Juanita Rico se puso en cuclillas para orinar sobre el cuerpo sin vida del muchacho. Esa misma tarde, en la calle Eloy Gonzalo, la modista fue acribillada a tiros y su hermano quedó inválido.
Volvemos a Daimiel. Los diarios se hicieron eco del terrible crimen y al día siguiente, a las siete de la tarde, miles de personas enfilaron el cementerio en comitiva encabezada por todos los miembros del Ayuntamiento, salvo los concejales socialistas. También se dieron cita dos abogados del Estado y miembros de Acción Popular venidos desde Ciudad Real. Los comerciantes de la localidad anunciaron cierre indefinido de sus locales hasta que fuera expulsado el secretario de la Casa del Pueblo, Miguel Carnicero, por considerarlo autor intelectual del crimen. Un instituto de educación secundaria llevó el nombre del asesinado hasta que en 1990 pasó a denominarse “Ojos del Guadiana”, tal vez porque muchas veces resultaba incómodo responder a la pregunta de quién había sido ese José Ruiz de la Hermosa.
No militó en Falange Española y ni siquiera tuvo tiempo de hacerlo, pero sí en las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista que más tarde se fusionarían con el movimiento dirigido por José Antonio. Por eso, Primo de Rivera definió al joven de la Hermosa como “el primero de nuestros caídos. No había vestido la camisa azul ni lanzado nuestros gritos, ni sospechado que íbamos a tener el Cara al Sol para hacer más alegre nuestra muerte. Pero era un verdadero falangista. Vino, vio, creyó y murió”. La prensa conservadora se reía de José Antonio porque sus jóvenes militantes caían asesinados y él no era partidario de responder del mismo modo, llamándole “Juan Simón el Enterrador” y aprovechando las siglas FE para denominar a su organización “Funeraria Española”. En cierta ocasión, un dirigente se plantó ante él y le preguntó si acaso iban a dejarse matar cómo moscas, contestando el fundador del movimiento que “no, pero tampoco haremos barbaridades como ellos”. Con el tiempo, la estrategia cambiaría.
El destino de aquellos primeros falangistas era morir jóvenes y dejar tras de sí el olor del heroísmo. Le ocurrió a José Antonio, fusilado con treinta y tres años en una madrugada alicantina después de dar ánimos a los chicos que cayeron junto a él; Ramiro Ledesma Ramos, con treinta y uno, se negó a subir al camión de la muerte y gritó “a mí me mataréis donde yo quiera, no donde vosotros queráis” mientras intentaba arrebatar el arma a un miliciano. Allí mismo perdió la vida; y antes, José Ruiz de la Hermosa entregó la suya después de enfrentarse, él solo, a una turba infame. No quisieron morir de otra manera.
Fuente: https://gaceta.es/noticias/primer-falangista-asesinado-02112016-0853