Un irregular muro de hormigón y alambre de púas jalona la carretera que atraviesa Daquq, a unos 50 kilómetros al sur de Kirkuk. Es primera hora de la mañana y nuestro anfitrión aguarda junto a los uniformados que montan guardia a las puertas del cuartel ‘peshmerga’, el ejército de facto del Kurdistán iraquí. «Bienvenido», esboza Simón mientras alarga la mano. Por primera vez un medio español accede a las instalaciones y les acompaña durante 24 horas. Enfundado en su uniforme castrense, el padre de familia cincuentón que se oculta bajo su nombre de guerra se convirtió a principios de año en el primer español en enrolarse en un destacamento kurdo. «Espero no ser también el primero en caer», bromea.
«Decidí venir porque es imposible permanecer impasible al genocidio que se está perpetrando contra las minorías. Me afectó especialmente el drama de los cristianos que estaban siendo perseguidos y aniquilados. No quise permanecer de brazos cruzados», replica el valenciano. «Cuando llegué, la Inteligencia kurda me hizo un par de entrevistas para saber quién era y la formación que tenía. Una vez me aceptaron, me puse a las órdenes de los ‘peshmergas'».
Su primer destino fue Dibis, a 45 kilómetros al noroeste de Kirkuk en la ruta hacia Hawija, un feudo del Estado Islámico. «Era una posición avanzada. El primer mes lo pasamos con hostigamientos nocturnos del Daesh [acrónimo en árabe del Estado Islámico] hasta que se abrió una zanja bastante grande y se logró neutralizar una población cercana desde donde nos atacaban. A partir de ahí la estancia se hizo más monótona y fue cuando cambié de lugar».
A media mañana el ritmo distendido que reina en el cuartel se evapora en cuestión de segundos. Soldados kurdos y voluntarios extranjeros, excitados por la orden del general Aras, se pierden por las habitaciones en busca de chalecos y armamento.
Poco después, una caravana de furgonetas enfila el camino hacia el frente. En el trayecto, la comitiva atraviesa a toda velocidad los pueblos abandonados de Kobane y Abu Mohamed, con su callejero carcomido por el plomo. A ambas orillas del asfalto, unas piedras pintadas de rojo advierten de las minas plantadas por los yihadistas en su huida. Columnas de humo gris y denso sombrean el horizonte. «Son incendios que provocan los del Daesh para evitar ser vistos por los drones y los satélites», explica Simón fusil en ristre.
A su lado, encaramado también a la ‘pick-up’, el segundo español del batallón -apodado ‘El gallego’– guarda silencio. En su regazo espera el ‘kalashnikov’ que se apañó cuando llegó el 26 de febrero. «Es increíble la facilidad con la que se compra armamento aquí. Abunda más que la fruta y se adquiere o revende como si fuera una PlayStation», replica. «Mi arma es un ‘kalashnikov’ cubano que he tuneado. Cambié piezas, el guardamanos y el culatín, para adaptarlos a mi forma de combatir. Me curtí con el Cetme y me gusta un culatín largo para tener mejor puntería».
Ninguno de los dos españoles alistados en la base de Daquq son novatos. El valenciano sirvió como boina verde -cabo primero de las COE (Compañías de Operaciones Especiales), la unidad más disciplinada del Ejército de Tierra– y su camarada de escaramuzas llevó las botas ocho años y medio. «Estuve seis meses en Bosnia en 1995″.
«Los ‘peshmergas’ buscan extranjeros con experiencia militar. Aquí no se viene a que te formen», apunta Simón. Un requisito que confirma el general: «Tienen experiencia y pueden aportarnos conocimiento. Están 24 horas de servicio, trabajan más que nosotros. Y, cuando regresen a España, se convertirán en embajadores de nuestra causa. Son los ‘peshmergas’ españoles».
Simón ha pasado tantas horas en el frente -como centinela, vigilando las infiltraciones enemigas, y recluta en operaciones como la que hace un mes liberó Bashir, al sur de Kirkuk- que presume de conocer lo que se esconde más allá de las trincheras. «Al principio, cuando eran ellos quienes nos asaltaban, los veía como terroristas, más bárbaros incluso de como se presentan en sus vídeos. En Bashir, en cambio, demostraron que son soldados fuertes con convicción y capacidad de sufrimiento. No me hubiera gustado estar en su situación bajo los bombardeos de la aviación estadounidense y nuestros morteros. Demostraron un valor, sacrificio y entrega admirables«.
Desde la posición más avanzada, un montículo rodeado de costales por donde deambula Simón pasado el mediodía, se otea una campiña de color ocre salpicada al fondo por un puñado de edificaciones de frío hormigón. Un terruño desolado, sin rastro del enemigo. «No da la cara. Actúa como una guerrilla o un grupo terrorista más que como un ejército regular. Y en sus filas hay muchas diferencias. Por un lado, está la gente de los poblados cercanos que se ha unido a ellos. Muchos son campesinos que carecen de experiencia castrense. Al mismo tiempo, hay verdaderos veteranos de la guerra de Afganistán con un fanatismo atroz. Hay Inteligencia y tienen muchos medios materiales, más que los ‘peshmergas’, pero sobre todo cuentan con la determinación de llegar hasta las últimas consecuencias, algo que ni los ‘peshmergas’ ni el ejército iraquí están demostrando tener».
La presencia etérea del adversario ha pasado factura en los escuadrones kurdos. Hubo uniformados que se internaron en tierra hostil con la feliz misión de pescar en el río aledaño o se durmieron plácidamente recostados en el sillón que despunta sobre el alcor, junto a la enseña kurda. Los primeros jamás regresaron. Los segundos no despertaron.
«Lo cierto es que he encontrado pocas semejanzas con mi época en el ejército. Un militar español se llevaría las manos a la cabeza. Los ‘peshmergas’ son muy valientes y están acostumbrados al combate pero no hay disciplina«, admite ‘El Gallego’ parapetado tras unos costales. En la guerra contra los ‘muyahidines’ [guerreros santos, en árabe] existen pocas jornadas iguales. «Nos pueden enviar a proteger una posición defensiva, patrullar, escoltar a autoridades o realizar emboscadas. La refriega surge. Estás un día en el frente y aparecen cuatro del Daesh. Entonces, el tiempo que tienes es para liarte a tiros o lanzar una granada«. «Por lo demás, la convivencia en el cuartel es excelente. Lo compartimos todo».
Dos estadounidenses, un sueco y la brasileña Heloísa –enfermera y francotiradora que recomienda a los pacientes de la clínica tomar «leche y fruta»- completan el escuadrón de extranjeros. Hace unas semanas se marchó Pedro, el tercer español en liza, un paracaidista que desertó del ejército para alistarse a los ‘peshmerga’. La baja la suplió hace unos días un médico, también compatriota. «La gente no cree en nada. Ése es el problema que tenemos en Occidente», despotrica Tony, un hombre de negocios sueco que se jacta de haber sido uno de los primeros soldados en pisar la ciudad de Sinyar, el hogar de los yazidíes recuperado a finales de noviembre. «La ideología no es un punto común. En esta unidad convivimos patriotas españoles con comunistas, cristianos o ateos. Yo, por ejemplo, soy católico prácticamente y tradicionalista. Si no venimos los cristianos a defender a los cristianos, no esperaremos que los musulmanes quieran ayudar a los cristianos», arguye Simón, cansado de que le acusen de unos lazos con formaciones fascistas que él niega.
El cabo, discípulo de la misa en latín, no oculta sus filias. En la caseta prefabricada que sirve de dormitorio, ha colocado una bandera rojigualda con la leyenda ‘Reinaré en España. ¡Viva Cristo Rey!’ y un corazón en llamas. En su uniforme luce el mismo emblema rodeado por la inscripción: «¡Detente! El corazón de Jesús está conmigo. Venga a nosotros tu reino».
A las diez y media de la noche, el pelotón comienza a retirarse a sus precarios aposentos. Simón consulta internet en la zona WiFi del cuartel. El Gallego lleva ya un rato zambullido en su saco de dormir. «Cuando uno está dispuesto a dar su vida por ayudar, importan realmente poco las cosas mundanas de cada día. No te lo piensas, simplemente ves una injusticia y actúas. Igual que si una persona observara en el portal de su casa que están violando a una muchacha. No valoraría si son más o menos o llevan un arma. Uno actúa y sobre las consecuencias, Dios dirá«, comenta el despierto.
Unas horas antes, su compañero -que dejó el trabajo de albañil en Galicia y cruzó Europa para vérselas con el IS- había balbuceado a propósito de la morriña: «Lo peor es la comida, arroz todos los días. Echo de menos el pulpo, el licor de café, la cervecita… Pero merece la pena estar aquí. Me marcharé sólo cuando Daesh haya sido exterminado».
Fuente: https://www.elmundo.es/internacional/2016/06/01/574ddd23468aeb3d2e8b45dc.html